Catedráticos se llaman, catedráticos dizque son

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Franklin Cepeda Astudillo

No vamos a hablar de esos maestros que, por sobre toda dificultad, incomprensión o mala paga, entregan día a día lo mejor de sí, se esfuerzan, leen, investigan, preparan sus clases, llegan con puntualidad a impartir clase, respetan a sus alumnos y a la institución en que laboran y dejan huella, siquiera en ese manojo de discípulos con los que terminan construyendo una relación sana, fecunda, memorable y trascendente. No. Hoy dedicaremos unas deprimentes, pero bien atestiguadas líneas, a su triste y vergonzosa antítesis, esos sucedáneos de medio pelo para abajo que en progresión geométrica paradójicamente bullen en establecimientos que otrora imaginábamos templos del saber…

Catedráticos se proclaman y catedráticos llaman a sus pares, esos cómplices que se las pasan lamiendo traseros a la infamante espera de trepar puestos y recibir oblación pareja. Nadie en el fondo los aprecia, respeta ni admira, pero ellos creen que el miedo sembrado a fuerza de gritos, retaliaciones y arbitrariedades en las evaluaciones los avala y los refrenda. Bien o mal tienen sus títulos, y no regresan a ver si con ellos no los llaman, de ahí que no nos sorprenda que en cada ocasión se revelen y confirmen como lo que son: la escoria y la vergüenza de los lugares en que aprendieron a mal leer y a peor escribir, sin olvidar esos simulacros de universidades donde el común de ellos, con plata o con fraude, obtuvo sus engolados cartones.

Catedráticos se llaman, pero es secreto a voces que más les importa el jolgorio, la demagogia, la ingesta de alcohol, los convites, los regalos y el festín de plazas y cargos que la iluminación de unos alumnos que no tienen la culpa de tener que aguantar a tan insufribles cafres y vestiglos; catedráticos se llaman, pero no se sofrenan a la hora de palanquearse o exigir favores carnales que aplaquen sus zoológicos instintos a cambio de aprobaciones; como a psicópatas integrados habría que estudiarlos.

Catedráticos se llaman porque en redes sociales aparentan asistir a congresos internacionales posando orondos en atriles a los que osaron acercarse para hacerse fotos, eso sí, pero ante los que jamás dijeron media palabra; como su imagen no está hecha de otra materia que del espejismo que en sí suelen ser esas redes, viven de las engañosas reacciones de quienes, a su vez, simulan admirarlos, loarlos y felicitarlos para tenerlos de su lado. No sorprende que su ya infame tiempo lo dediquen a hurgar en las páginas de usuarios a los que consideran un peligro por encarnar méritos de buena ley, o por no compartir sus ruines actitudes, sus vacuos “principios” ni sus taimados modus operandi.

Catedráticos se llaman esos parásitos del Estado y de la sociedad, pero, sin un cargo o un nombramiento, no son nada ni son nadie, de allí que en el diario devenir no duden en falsificar méritos, diplomas, certificados y otros documentos con los que aparentan trayectoria o eficiencia, llegando al colmo de lucir sus nombretes en artículos y publicaciones en las que algún necesitado o indigente lameculos los incorporó en pago de nefandos favores, secreto a voces que nadie hasta hoy se atreve a esclarecer ni a desmontar: ¡que vivan los rabos de paja!

Catedráticos se llaman, pero todo un siempre viven muriendo de amarga envidia y rencor frente a los logros de esas maestras, maestros, y aun de estudiantes, que no precisan de autobombos ni alharacas para cumplir con eficacia su trabajo, de allí que, entre ellos, en cotidiana ceremonia de la envidia, se congreguen para relamerse mutuamente las posaderas y las heridas, mientras se regodean degradando y empequeñeciendo el mérito ajeno que a ellos, zánganos, vulgares y malnacidos, les es fatalmente esquivo.

Catedráticos se llaman, pero unos mediocres son, nadie llegue aquí a decirnos que este cuento es de ficción.

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