Por: Mildred Molineros
En una sociedad cada vez más acelerada, el silencio se ha convertido en una respuesta cómoda ante la injusticia. Nos acostumbramos a mirar desde la distancia, a pensar que lo que ocurre a nuestro alrededor no nos afecta. Pero, ¿qué pasa cuando el silencio deja de ser una omisión y se convierte en complicidad?
La indiferencia es uno de los mayores enemigos del cambio. No denunciar el acoso escolar permite que siga ocurriendo. No cuestionar actos de corrupción refuerza la impunidad. No intervenir en conflictos familiares crea heridas que se arrastran por generaciones. Cada vez que optamos por no hacer nada, contribuimos a que los problemas escalen.
Históricamente, los grandes cambios sociales no ocurrieron porque las injusticias desaparecieron solas, sino porque hubo personas que decidieron romper el silencio. Movimientos de derechos humanos, luchas por la igualdad y avances en la justicia han sido impulsados por quienes se atrevieron a hablar, a actuar y a cuestionar.
El costo del silencio no es solo moral, sino también social y económico. La violencia que no se frena crece, los conflictos laborales no resueltos afectan la productividad, y la falta de diálogo fragmenta comunidades. Creemos que no involucrarnos nos protege, pero en realidad nos hace vulnerables.
Es hora de asumir la responsabilidad de nuestro rol en la sociedad. No significa confrontar todo ni actuar impulsivamente, sino ser conscientes de que nuestras palabras y acciones pueden marcar la diferencia. La solución no siempre está en grandes gestos, sino en pequeños actos: apoyar a quien lo necesita, denunciar lo incorrecto, promover el diálogo y, sobre todo, no callar cuando el silencio solo mantiene el problema.
Romper la indiferencia es el primer paso para construir una sociedad más justa y equitativa. Porque, al final, lo que permitimos con nuestro silencio termina definiendo el mundo en el que vivimos.